domingo, 10 de abril de 2005

Carta cerrada a El Padrino

Aunque debería decir, para que me entiendas mejor, padrín. Lo eras por una doble razón que supongo ya habrás adivinado mientras sonríes irónicamente, con esa mueca tan característica de quien está de vuelta de tantas cosas, ¿verdad pillo?

Tu característica voz ronca, que te ha acompañado desde hace ya tantos años (yo no te recuerdo otro timbre de voz), hace inevitables las comparaciones. Por no mencionar tus célebres sentencias, tan definitivas como divertidas.

Pero hacía mención a una doble razón. Ésta ya más relevante. Y es que padrín te llamábamos todos los hijos de tu querido hermano mayor, aunque sólo fueses realmente el padrino de uno de ellos. Supongo que tuvo algo que ver el que formases parte fundamental de nuestra infancia, una época en la que muchos momentos concretos quedan grabados en el subconsciente a sangre y fuego. Todos nosotros tenemos nuestros propios motivos, porque todos tuvimos momentos especiales contigo.

Eso incluye a tu cuñada, claro está, que tenía en ti a otro hermano pequeño, o a otro hijo, según como lo quieras mirar. Tanto da, porque según me cuenta, nunca tuviste un mal gesto ni una mala palabra hacia ella, antes al contrario; y porque la familia aumentó durante aquellos años en un miembro más. Y qué decir de mi padre, orgulloso siempre del talento de su hermano al volante, mientras juntos levantasteis, siendo apenas unos jovenzuelos, la empresa familiar.

En mi caso, siempre recordábamos juntos cuando venías a comer a casa hace ya muchos años, con una libertad absoluta, hasta el punto de llegar cuando te daba la gana, prueba fehaciente de tu pertenencia a la familia, al fin y al cabo. Yo seguía siendo un niño mimado al que le encantaba que su nena (mi hermana) le cebase, y siempre que tú llegabas, inmediatamente me hacía cargo de la cuchara, para evitar tus sarcásticos comentarios. Claro que sabías muy bien todo lo que ocurría, así que mis intentos por disimular eran baldíos.

También eras muy aficionado a ponerme motes, ninguno de los cuales llegó a molestarme nunca. Hasta el punto de que actualmente aún te dirigías a mí como Manolo, sin saber por qué, y yo te respondía instintivamente.

Pero el motivo de esta carta no era recordar cosas que tú conoces perfectamente. Mi intención es mostrarte mi enfado, que a su vez está motivado por un profundo egoísmo. Me explico.

Hace tiempo que aprendí que uno vive del presente, y que los recuerdos pueden convertirse en un serio obstáculo si no se administran bien. Y en ese presente, estabas tú de muy diferentes maneras. Directamente, en la ruta a la que últimamente me había aficionado los fines de semana. Aunque tu ritmo era otro (mi vermut duraba más que tu vino), siempre coincidíamos el tiempo justo para comentar lo malos que eran los jugadores del Madrid, la genialidad de Fernando Alonso, alguna cosilla de la empresa, de mayor o menor importancia y, sobre todo, alguna maldad. También en las esporádicas comidas que hacíamos, en las que me divertía como un enano con tus punzantes comentarios, y que solían acabar con una timba en la que siempre nos pelabas, al menos a mí. Por no mencionar los partidos del Mosconia, en el último de los cuales nos pasamos toda la primera parte hablando de mi viaje fin de curso de 8º de EGB, al que tú nos llevaste en autocar. Aún recordabas cómo sudabas en la pista de baile, rodeado de quinceañeros, como si fueras uno más.

Pues bien. Durante estos amargos días de duelo, mientras masticaba en silencio la enorme rabia que me produce tu prematura y estúpida muerte, he llegado a la conclusión de que soy un egoísta. Porque sé que tú estarás, en el peor de los casos, plácidamente dormido eternamente, y la eternidad en ese estado, no es más que un suspiro para ti, pero es mucho para los que vivimos al margen de ella. Aunque realmente, yo estoy convencido de que ahora mismo estarás mirando socarronamente a San Pedro, preguntando por los colegas y familiares que para allá se fueron antes que tú.

Sea como fuere, el hecho es que ya no podremos disfrutar de ese presente contigo. Y eso es lo que me jode un montón, padrín. A mí y al resto de quienes te conocían y apreciaban, que a la luz de lo vivido en los últimos días, eran muchos. Sí, muchísimos; no seas malvado. Se les notaba en la cara que te querían, que no iban por marujerar. Creeme. Al menos, eso es ciertamente reconfortante para nosotros en un momento así.

Y ese enfado egoísta al que hacía mención, es el que tenemos que vencer todos (y entre todos). Comenzando por tu esposa, tus hijos y tu suegra, a los que les queda la titánica tarea de vivir sin tu presencia física; tienen que vivir con tu recuerdo, pero no de él. Continuando por tu hermano, tu cuñada y tus ahijados, y el resto de tu familia, que nos hemos visto privados de una figura esencial en nuestro pasado y en nuestro presente. Y acabando por tus amigos, que tienen que jugar la partida sin ti.

Descansa en paz, padrín. Yo me quedo rumiando el gran rato que pasamos la tarde del pasado sábado, esperando que ese recuerdo esté por encima de la inmensa rabia que siento en estos momentos, y que no tengo sobre quién o qué canalizar. Sé que, como mi pequeña ahijada inocentemente dijo, "todo el mundo se muere, hasta el Papa". Pero uno no se acaba de acostumbrar nunca. Te quiero. Te queremos. Y sé que lo sabías.

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Nota: Este post es un desahogo, tan necesario como personal, por lo que espero se comprenda que no se habiliten los comentarios.