viernes, 15 de julio de 2005

En defensa del caciquismo

El caciquismo representa una forma de política, corrupta como toda
política, pero menos corrupta y menos ingenieril que la de los grandes políticos
de la capital y de Bruselas. Si manipulas la banca central, llevas el país a
guerras imperiales y apoyas constituciones intervencionistas eres liberal; si la corrupción es a pequeña escala y tienes que dar la cara delante de tus vecinos, entonces eres un peligroso antiliberal que hay que eliminar. No decimos que el
cacique sea bueno sino que identificamos cual es el verdadero mal.
El siempre genial prof. Bastos es el autor de semejante aseveración, que me consta pondrá los pelos de punta a muchos compañeros liberales, para los que afirmaciones así son las que ocasionan la mala fama del liberalismo.

A mí, por el contrario, me parece ciertamente estimulante, pues es conveniente reflexionar sobre pretendidos dogmas que un liberal debiera rechazar así sea por mera coherencia teórica. No estamos hablando aquí de estrategias políticas, aunque también, pues todo paso en la dirección correcta ha de ser bienvenido, sino de reflexiones intelectuales muy necesarias para clarificar las ideas, por mucho que eso no les guste a los que no tienen más estrategia que la conquista del mismo poder que dicen rechazar.

Todo esto viene a cuento de un estimulante artículo (que paso a copiar) escrito por un discípulo argentino del prof. Bastos, el joven Gabriel Mercado. Según propia confesión, el trasfondo de este texto se lo debo a conversaciones con el profesor Miguel Anxo Bastos Boubeta, quien, claro está, se encuentra exento de responsabilidad por cualquier error en el que se incurra. De reminiscencias hoppesianas, merece y quiere la crítica de todos los que tengáis algo que aportar.

Tan sólo una petición final: No nos quedemos con el título y leamos el artículo completo. Así, se evitarán innecesarias aclaraciones, que por otra parte ya están claras en el párrafo inicial del prof. Bastos.


Apología del caciquismo

El caciquismo es, sin lugar a dudas, un fenómeno característico de nuestros días. Lo más llamativo es que no comporta un fenómeno nuevo, sino que se encuentra anclado en un modo tradicional de hacer política que se remonta tal vez hasta siglos atrás, y que permanece casi sin modificaciones en la actualidad. Desde la teoría se sostiene que el caciquismo tiene como génesis al desigual desarrollo de los estados-nación en cuanto a la dialéctica centro-periferia, de tal forma que mientras que las pautas de funcionamiento del centro del sistema político mudaban hacia formas de representación como las que conocemos en la mayoría de los países occidentales, la periferia, siempre menos flexible y receptiva a los cambios que se avecinaban, mantenía para sí este tipo de estructura de autoridad tradicional.

De esta manera, mientras que en las zonas que podríamos denominar centrales respecto del sistema político (aquellas emisoras de outputs, de políticas públicas) los modos de gobierno iban evolucionando hacia nuevas formas de tecnocracia y de profesionalización -esto es, mientras que las instancias centrales de gobierno eran ocupadas de modo creciente por políticos “de carrera”, ligados en su origen más bien al aparato burocrático del estado y detentadores de una legitimidad del tipo legal-racional en el sentido weberiano-, aquellas zonas más atrasadas mantenían este tipo de dominación fundamentado en formas tradicionales de patronazgo, con una relación cimentada en vínculos informales o carismáticos.

El cacique es, entonces, el nexo con el centro, es quien ejecuta a nivel local los outputs emanados del centro del sistema, adaptándolos de ser preciso a las prácticas propias de aquellas sociedades cuyas formas de control se encuentran más cercanas a las de una sociedad tradicional. Su extracción es local: el cacique ha nacido y construido su autoridad en el mismo sitio donde ejerce su liderazgo, pudiendo en la mayoría de los casos llegar a establecer redes con otros caciques de poblaciones aledañas, mediante redes transaccionales de lealtades y de intercambio de favores.

Es la figura central y excluyente en la vida social y política del territorio que gobierna, dado que establece relaciones personales con la práctica totalidad de sus vecinos. Es un tópico decir que en un pueblo pequeño “todo el mundo se conoce”; a este tópico habría que añadir que al cacique también “todo el mundo lo conoce”. Las relaciones con su electorado son individualizadas y en muchos casos directas, de modo que la vinculación con el cuerpo de gobernados es más fluida que la de un político convencional, llegando en muchos casos a la total horizontalidad. Muchas veces el cacique es un empresario más que desarrolla sus actividades en la economía local, rasgo que lo diferencia también del político convencional: no vive de la política. El cacique es ampliamente conocido por los vecinos, mientras que a su vez conoce (y probablemente pueda llamar por su nombre de pila) a cada uno de ellos. Es quien se ocupa de recoger las demandas de sus electores de un modo directo y sin intermediarios, así como de solucionar con prestancia y pragmatismo los problemas de sus vecinos.

De esta manera el vínculo que desarrolla con su electorado es muchas veces transaccional: el cacique recaba sus votos personalmente, basándose en la conformidad de sus electores con su gestión. Esta conformidad se fundamenta en el grado de atención que les haya prestado individualmente en cuanto a mejorar sus condiciones de vida -ponderando el grado de realización de sus anteriores promesas electorales para pedir el voto-. Asimismo, realiza promesas de futuras actuaciones para obtener el favor de sus electores. Lo llamativo es que en este rasgo se parece a cualquier otro político, e inclusive lo supera: dado que la relación es personal, las demandas de los votantes llegan sin intermediación al gestor, quien se ve obligado a dar respuestas en caso de haber incumplido. Lo que es más: al tratarse, como veremos, de mandatos continuados en el tiempo, la responsabilidad del cacique ante la promesa electoral incumplida obtiene penalización segura por parte del elector en cuanto a la negación de su apoyo para futuros comicios y actuaciones.

Como cualquier otro político convencional, el cacique no cuenta bajo ningún punto de vista con un “electorado cautivo”. De no estar conformes con su gestión, los electores tienen la opción de no votarle o de votar al candidato alternativo. Otro incentivo para el cacique es la existencia de la amenaza a su poder por parte del competidor en ciernes. Siempre hay otro líder dispuesto a arrebatar el poder al cacique, por lo que su gestión debe recabar la mayor cantidad de apoyos posibles a fin de mantener un liderazgo sin fisuras y no dar más opciones al crecimiento de la figura de su oponente.

Estas características propias del cacique han llevado al desarrollo de un prejuicio, perfectamente palpable en el discurso de izquierdas, según el cual el caciquismo responde a una mentalidad “atrasada”, a una forma de gobierno corrupta y que debe ser abolida en pos del nuevo modo de gobierno basado en criterios más “objetivos” y “modernos”, al fin, más acordes con una sociedad desarrollada. De este modo, la intelectualidad de izquierdas no pierde oportunidad alguna para demostrar su profundo desprecio tanto a la figura del cacique como a la de su electorado. El caciquismo es para éstos un auténtico fruto de la ignorancia y de las mentalidades provincianas. El intelectual propio de partido de izquierdas (muchas veces profesor universitario, amante de la vida en las ciudades, fomentador de la idea de que la urbe es el único foco de “civilización” aceptable) desprecia al electorado rural, y se ocupa de transmitir -muchas veces veladamente aunque no con menos ponzoña- este sentimiento. El desprecio no surge de otra cosa que del resentimiento: sus grandes ideas, sus pulcras elaboraciones teóricas, carecen de aceptación en el ámbito rural, plagado de electores “ignorantes”, donde su discurso permanece incomprendido.

De nada le sirve remitirse a la teoría de la justicia rawlsiana ante un electorado que simplemente le ignora (o le toma por tonto), o cuyos temas de discusión versan sobre cuestiones tan terrenales como la extensión de una pista o la instalación de una farola. En este sentido se diferencia del cacique en cuanto a que éste es un hacedor, mientras que él es un hablador, un teoretizador de la política. La excesiva intelectualización le lleva a pretender que aquellos que no actúan de acuerdo con sus deseos lo hacen irracionalmente: quien no actúa como “se supone” -como él supone- que debe hacerlo es porque es ignorante o es estúpido. Los perfectos modelos teóricos por él creados sobre el comportamiento ideal se prueban inútiles en la realidad, produciéndole exasperación y, finalmente, desprecio por quienes le ignoran.

Es por esto que el intelectual de izquierdas siente resentimiento hacia las formas de gobierno caciquiles, así como por sus bases sociológicas: simplemente porque su discurso no es valorado por ellas, porque los recursos que le son suficientes para cautivar al auditorio universitario no causan la más mínima impresión en un electorado acostumbrado a la política llana y pragmática del cacique. Sus elaboraciones son propias del recinto académico, de grandes edificios teóricos que poca utilidad tienen para la política transaccional del ámbito rural.

Una de las objeciones más comunes a la política caciquil es que es una forma corrupta de gobierno. Lo que cabe preguntarse es si acaso no hay igual o mayor número de casos de corrupción en la política racional-legal del centro del sistema. Inclusive el cacique, de perpetrar un acto de corrupción, es identificado inmediatamente por su electorado, que le conoce, mientras que el político racional-legal, al ser en la mayoría de los casos un actor anónimo investido en una extensa cadena de responsabilidades, no lo es. La corrupción, a fin de cuentas, no depende de que haya más o menos caciquismo, sino que es un error mismo del sistema del que no se puede culpar a la propia institución caciquil.

Finalmente llegamos a otro argumento a favor de la figura del cacique, como es el de su preferencia temporal. En este rasgo también se muestra superior al político racional-legal, en tanto que el mandato de éste es limitado y acotado en el tiempo: el político racional-legal no tiene el vínculo del que disfruta el cacique con su electorado, porque el ideal al que suele aspirar no trasciende los cuatro u ocho años de gestión. Es por esto que las consecuencias de una política errada no le incumben ni le interesan: el político racional-legal se limita a gestionar el período de gobierno que le toca, lo cual representa un incentivo menos para una gestión esmerada y (como sucede siempre con las mejores políticas) cuyos efectos se hagan evidentes con el paso del tiempo. La ligazón que une al cacique con su tierra le hacen pensar a largo plazo (dado que su pretensión es la de permanecer en el poder por un largo período de tiempo), por lo que las políticas por él planteadas es más probable que trasciendan al efectismo de un político racional-legal.

En conclusión, he intentado defender la defenestrada figura del cacique rural, haciendo notar las ventajas que lo hacen en tantos aspectos superior al político racional-legal. Considero que esta forma de autoridad debe ser defendida como forma de gobierno tradicional y aún no superada por las nuevas formas, que siguen la pauta de una falsa “objetividad” propias de una nueva manifestación de lo que en el fondo es mera corrección política.

1 comentario:

Roberto Iza Valdés dijo...
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